“Nada podrá separarnos del amor de Dios” (Rm 8,39)
El rincón del director
P. Luis Fernando de Prada
Sin duda, la principal razón que ha llevado a muchos hombres del mundo moderno a dudar de Dios, o al menos de su amor y providencia sobre nosotros, es el problema del mal. Ha habido y hay mucho sufrimiento en nuestra Tierra, desde catástrofes naturales, como la DANA que tanto dolor está generando en nuestra patria, o enfermedades crueles que hacen sufrir a niños, adultos, jóvenes y ancianos, hasta el inmenso mal moral, espiritual y material que genera el egoísmo y odio de los hombres en sus acciones contra el prójimo, condensado especialmente en las guerras. Ante el misterio del sufrimiento de tantos inocentes, surge de muchos corazones la desgarradora pregunta que se cuenta escuchó Elie Wiesel durante unas ejecuciones en Auschwitz: ¿Dónde está Dios?
Ciertamente, junto al mal existe una mayor componente de bien, orden, belleza y amor en el mundo, realidades que deberían conducir a la razón humana a la Causa última del Universo. Pero es verdad que, si solo contáramos con esos datos, nos quedaríamos fácilmente en el Gran Arquitecto, un Dios relojero desentendido de nuestra vida e indiferente a nuestro dolor.
Sin embargo, el Creador no se ha quedado en una lejanía silenciosa. No solo nos ha creado, sino que nos ha hablado, y en la cumbre de su Revelación, nos ha abierto su intimidad trinitaria y enviado a su Hijo, hecho uno de nosotros, para redimirnos, mostrarnos su Rostro amoroso y conducirnos a Él.
Es lo que en su reciente encíclica “Dilexit nos” nos ha recordado el Papa Francisco:
Jesús «vino a los suyos» (Jn 1,11), que «somos nosotros, porque él no nos trata como a algo extraño. Nos considera algo propio, algo que él guarda con cuidado, con cariño. […] Nos propone la pertenencia mutua de los amigos. Vino, saltó todas las distancias, se nos volvió cercano como las cosas más simples y cotidianas de la existencia. De hecho, él tiene otro nombre, que es “Emanuel” y significa “Dios con nosotros”, Dios junto a nuestra vida, viviendo entre nosotros. El Hijo de Dios se encarnó y «se anonadó a sí mismo, tomando la condición de esclavo» (n. 34).
¡Esa es nuestra fe! No solo creemos que Dios existe, sino que es Amor, y se ha hecho nuestro hermano, nos ama con un Corazón divino y humano, comparte nuestras alegrías y dolores, hasta la muerte… ¡No, no tenemos derecho a pensar en un Dios frío o indiferente! Jesús se compadece la viuda de Naín, llora ante Jerusalén, ante la tumba de Lázaro, coge de la mano a la hija de Jairo, se acerca y cura a enfermos, paralíticos, leprosos…
Con razón podemos decir que Cristo llora bajo las bombas de Tierra Santa o Ucrania, en los que han perdido a sus seres queridos en las riadas de España, en el hambre y miseria de tantas naciones, en los injustamente perseguidos… De nuevo, nos dice, como a Saulo: «¿Por qué me persigues… en tantos hermanos en los que estoy presente?».
Pero Jesús también nos invita a confiar en las pruebas, por las que Él pasó primero. Nos lo recuerda igualmente el Papa:
Dado que nos cuesta confiar, porque nos lastimaron tantas falsedades, agresiones y desilusiones, él nos susurra al oído: “Ten confianza, hijo” (Mt 9,2); “ten confianza, hija” (Mt 9,22). Se trata de superar el miedo y darnos cuenta de que con él no tenemos nada que perder. A Pedro, que desconfiaba, «Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: ¿Por qué dudaste?» (Mt 14,31). No temas. Deja que él se acerque, que se siente a tu lado. Podremos dudar de muchas personas, pero no de él (n. 37).
De su mano, podemos atravesar confiadamente incluso el valle oscuro de la muerte, sabiendo que el Buen Pastor ha resucitado y nos quiere llevar a la vida eterna:
Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término. (Sal 23)
Acudamos, pues, al Corazón de Cristo Resucitado, fuente del agua que salta hasta la vida eterna. «Gracias al inmenso manantial que mana del costado abierto de Cristo, la Iglesia, María y todos los creyentes, de diferentes maneras, se convierten en canales de agua viva» (n. 176).
También Radio María, a través de sus ondas, y con tu ayuda, quiere ser uno de esos canales, que colabore a «construir, sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia, la tan deseada Civilización del amor, el Reino del Corazón de Cristo» (n.182).
Unidos en esta Esperanza, con mi bendición,
La voz del director
P. Luis Fernando de Prada