Peregrinos hacia la vida eterna
El rincón del director
P. Luis Fernando de Prada
Todos sabemos que un aeropuerto no está pensado para vivir en él, sino para estar solo el tiempo necesario para coger un avión que nos lleve a un lugar más o menos lejano. Análogamente, el ser humano no ha sido creado para permanecer perpetuamente en esta vida terrena, sino para despegar desde ella a la vida eterna. Nos lo recuerda el mes de noviembre -iniciado con la solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos-, cuyo ritmo nos va encaminando al final del Año Litúrgico con la solemnidad de Cristo Rey, para dar paso al Adviento, cuya primera etapa también nos invita a mirar al destino final de nuestra vida y de la Historia.
Benedicto XVI, que reflexionó mucho sobre las realidades escatológicas, de las que ya disfruta en el Más allá, nos dejó una preciosa encíclica en la que nos explicaba que la eternidad no es un continuo sucederse de días del calendario, sino algo mucho más grande:
… el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo -el antes y el después- ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría: “Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría” (Jn 16,22) (Spe Salvi, 12).
Ahí deben apuntar nuestros deseos, sin limitarnos a las pequeñas esperanzas terrenas, necesarias sin duda, pero insuficientes para saciar el corazón humano:
…necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza (Spe Salvi, 12).
En otra ocasión, el mismo Papa explicaba:
La fe nos dice que la verdadera inmortalidad a la que aspiramos no es una idea, un concepto, sino una relación de comunión plena con el Dios vivo: es estar en sus manos, en su amor, y transformarnos en Él en una sola cosa con todos los hermanos y hermanas que Él ha creado y redimido, con toda la creación. Nuestra esperanza entonces descansa en el amor de Dios que resplandece en la Cruz de Cristo y que hace que resuenen en el corazón las palabras de Jesús al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43). Esta es la vida que alcanza su plenitud: la vida en Dios; una vida que ahora sólo podemos entrever como se vislumbra el cielo sereno a través de la bruma (homilía en la Misa del 3-11-2012).
¿Queremos llegar a esa plenitud? ¿Queremos contemplar a Dios cara a cara? Para ello, necesitamos ser transformados en esta vida por el Espíritu Santo, que quiere formar en nosotros un corazón semejante al de Cristo: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Así lo explicaba el Papa Francisco en Gaudete et exultate:
Cuando el corazón ama a Dios y al prójimo (cf. Mt 22,36-40), cuando esa es su intención verdadera y no palabras vacías, entonces ese corazón es puro y puede ver a Dios. San Pablo, en medio de su himno a la caridad, recuerda que “ahora vemos como en un espejo, confusamente” (1 Co 13,12), pero en la medida que reine de verdad el amor, nos volveremos capaces de ver “cara a cara”. Jesús promete que los de corazón puro “verán a Dios”. Mantener el corazón limpio de todo lo que mancha el amor, esto es santidad (GeEx, 86).
Acudamos, pues, al Corazón de Cristo, fuente del Agua viva del Espíritu, que quiere purificar y transformar nuestro corazón. Acudamos al Corazón Inmaculado de María, que quiere comunicarnos su pureza y santidad. Pidamos la intercesión de los santos, que “mantienen con nosotros lazos de amor y comunión” (GeEx, 4). Ayudémonos unos a otros y, teniendo una nube tan ingente de testigos, corramos, con constancia, en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, quien, en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios (Heb 12,1-2).
En esa carrera hacia la meta contamos también con la compañía de Radio María, que nos recuerda y explica la Palabra de Dios y la doctrina de la Iglesia, nos une en oración, nos ofrece el testimonio de los santos y de tantos hermanos nuestros que luchan por ser fieles a Cristo, nos anima en nuestros fracasos y desalientos, y cuando lloramos en este valle de lágrimas, nos invita a mirar a nuestra Madre, vida, dulzura y esperanza nuestra.
Unidos en Ellos, con mi bendición,
La voz del director
P. Luis Fernando de Prada